sábado, 11 de septiembre de 2010

DON PITOGUE

Don Pitogüe

Don Pitogüe, así lo conocían en la zona. Por supuesto, no era su verdadero nombre. Su alcurnia se entrelazaba con las familias más encumbradas de su provincia litoraleña.

Pero su apodo, el que le dio la gente y tuvo que asumir con dignidad, no fue más que una venganza pueblerina a su historia y arrogancia. En sus años mozos aún cuando su familia tenía dinero, no le era suficiente para sostener su tren de vida armado en el despilfarro. Así fue que siempre se sospechó, aunque todo se ocultó conforme el prestigio social de la familia, que había sido el causante de la muerte del único hermano de su madre, quien vivía como ermitaño, algo loco, aislado en su estancia. Por esta herencia se volvió aún más rico y despilfarrador.
El pueblo nunca dejó de recordarle el parecido de su historia con la leyenda del benteveo, aquella del gurí que por abandonar e incitar a su abuelo en la muerte fue castigado y transformado en un pajaro, que con su canto no hace más que recordar el pedido del anciano reclamando su asistencia —Pito güé... Pito güé...
Pasaron los años, fue gobernador y senador y ahora, ya abuelo, instalado en el casco de la estancia familiar, no querido ni por familiares ni amigos ni por el pueblo, sólo recibía con cierta frecuencia la visita de su nieto predilecto, quién en el día de hoy celebra su casamiento con una damisela -también ella de la alta sociedad provincial- ambiciosa como la que más y con un dominio absoluto sobre su nieto, muy bueno pero de carácter débil.
Hoy es la fiesta de casamiento. En la casa, donde se han tendido las mesas en el gran comedor para el almuerzo, las ventanas permanecen cerradas herméticamente y se han corrido incluso los cortinados, para impedir el ingreso del intenso calor del mediodía estival.
Los regalos de familiares y amigos se ubicaron en exposición sobre una hermosa mesa tallada que está en el hall de entrada. La orquesta, venida de la ciudad capital, ya está afinando instrumentos y acordando los últimos detalles de las piezas que debe ejecutar
Don Pitogüe estuvo particularmente alterado durante la mañana y aunque el capataz -el único que se anima a dirigirse a él- intentó calmarlo aunque sin entender el porque de tal desazón, se retiró sin haberlo conseguido
Recordó que sólo una vez en todo el tiempo desde que es el capataz lo vio del mismo modo, fue cuando el rio desbordó y amenazó inundar el casco de la estancia. Todo lo demás, muertes, enfermedades, abiegatos y otros males siempre lo habían dejado indiferente, siempre se consideró por encima de los demás e incluso, eso se temía, del mismo Dios y sus castigos.
Pero durante la tarde anterior había sucedido algo de lo que sólo se percató Don Pitogüe: una bandada de benteveos se hizo oir de forma ininterrumpida con su grito característico e hizo que brotara su gran debilidad (la que siempre había logrado ocultar) la superstición y creencia en augurios nefastos.
Y éste era uno particularmente nefasto, en el día previo al casamiento de su único afecto los benteveos no sólo anunciaban la llegada de extraños (algo que era de esperarse por la boda) sino que también aseguraban un próximo embarazo y nacimiento que podía quitarle el único cariño que había sido capaz de sentir en la vida. Ese niño nonato, como maldición bíblica amenazaba su dominio en el corazón del nieto.
Ya están llegando los invitados y se los instala en la sombra de carpas instaladas en el gran jardín del frente, para abrir la casa ceremonialmente al iniciarse la ceremonia.
Repentinamente se oyen gritos provenientes del escritorio ubicado en la planta alta. Corridas, golpes y un tiro.
El primero en llegar, el padre del novio, ve una escena dantesca, su hijo en un charco de sangre abrazando a su novia, también muerta y a Don Pitogué con mirada perdida y enfurecido blandiendo la escopeta y gritando “Nadie podrá conmigo, no pido ni doy pitogué”

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